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DIME QUÉ COMES Y TE DIRÉ CÓMO HUELES

QUÉ hueles
Cuando tenía 19 años, tuve un novio bastante regular que un buen día decidió que iba a comerse seis dientes de ajo al día por motivos de salud. No parecía mala idea, en principio; el ajo es sabroso y tiene propiedades antivíricas, antifúngicas y anti-todo-lo-malo, y no me molesta el aliento a ajo si viene de la persona que quiero.


Era un buen complemento a su dieta, que consistía casi exclusivamente en espagueti con salsa picante y tofu. Sin embargo, después de una o dos semanas, parecía otro hombre. Ya no solo le emanaba un desagradable tufillo de la boca, sino también de las axilas, los pies, el cuello y el cuero cabelludo. Recuerdo perfectamente besarle la mejilla y percibir ese intensísimo olor comparable al que desprende la capa inferior de basura de un vertedero a mediados de agosto. Parecía exudar ajo puro por cada uno de los poros de su piel, las 24 horas del día. Era hora de poner fin a su ritual del ajo. Era el ajo o yo.

Y así fue, finalmente. Sin embargo, mis recuerdos de esa etapa parecen haber reafirmado mi creencia de que “somos lo que comemos”. En otras palabras, lo que te metas en la boca va a estar presente en cada transpiración, fluido y mucosa que habita en o sale de ti. Y a la vista está que no nos lo estamos imaginando.

El ajo, junto con la cebolla y el curry, encabeza la lista de ingredientes que provocan mal olor, pero también hay otros elementos menos predecibles que pueden causar estragos en tus axilas. Un estudio publicado en la revista arbitrada Medical Hypotheses señala que los tomates, ese ingrediente que sueles comerte en la pizza, la salsa de tomate de tu pasta y en la ensalada verde, contiene una sustancia química, los terpenos, que contribuyen a potenciar el olor corporal que emana de las sudorosas cavidades en la que los brazos se unen al cuerpo. Puede que esto no represente un problema para los poseedores de un agradabilísimo olor corporal, pero el tipo que se sienta a tu lado en el metro, con la cara llena de churretones y una fiesta de moscas a su alrededor, al estilo Pigpen, sí que puede ser problemático.

Partiendo de la premisa de que los médicos son más listos que el resto de los mortales, hablé con Erica Matluck, de One Medical Group, médica naturópata y enfermera de familia, para que me iluminara con su perspectiva profesional sobre el tema. ¿Deberíamos preocuparnos por esto? ¿Puede ser este un motivo por el que no logras tener una segunda cita en Tinder? Erica me lo explicó todo.

“La relación entre la comida y el olor corporal se debe a la interacción de varios factores en un proceso en varias fases. En primer lugar, está la comida, con su propia composición química y su olor característico. Una vez consumida, el cuerpo la descompone en elementos más pequeños. En este proceso participan varias enzimas naturales, de las cuales cada persona puede tener mayor o menor cantidad, o incluso carecer”, señaló. Esto explica por qué hay personas más propensas a sufrir este problema que otras. Pero, espera, ¡hay más! “Una vez se ha metabolizado el alimento, el cuerpo segrega los elementos descompuestos a través del sudor y la grasa. Estos elementos reaccionan al entrar en contacto con las bacterias que habitan en la piel. La composición genética de cada persona determina la actividad enzimática y el estado de salud de las bacterias de su piel, lo que provoca que la relación entre un alimento específico y el olor corporal sea tan variable. Dicho eso, existe una serie de enzimas que no solemos poseer o que tenemos en muy poca cantidad, haciendo que determinados olores o reacciones sean más comunes que otros”. Bien. Pero vayamos al meollo de la cuestión. Erica asegura que, además del ajo y la cebolla, “algunos de los alimentos comúnmente vinculados al olor corporal son las hortalizas crucíferas como el brócoli, la coliflor y la col, así como la carne roja”.

El consejo de Erica está avalado por un artículo publicado en Salon.com en el año 2000, en el que se indica que eliminando los lácteos, las hortalizas crucíferas, el ajo y la cebolla de la dieta se logra mejorar los olores íntimos y la percepción del sabor de la mujer. Asimismo, los vegetarianos parecen llevar bastante ventaja sobre el colectivo carnívoro en el tema de los olores corporales. La carne, el alcohol y el tabaco producen acidez y un sabor amargo, pero seguramente ya lo sabíais y no vais a dejarlo por cuestiones de higiene.

En la otra cara de la moneda, hay ciertos alimentos que ayudan a que desprendamos un olor más agradable. Quizá los hombres lo desconozcan, pero en la década de 1990, instituciones literarias del calibre de Glamour y Cosmopolitan recomendaban a sus lectoras comer piña para mejorar el sabor y el olor de sus fluidos corporales. No se especificaba con qué frecuencia ni en qué cantidad debía consumirse, ni cómo se llegó a esa conclusión. No obstante, el citado artículo de Salon.com contiene citas del sexólogo Robert Morgan Lawrence y a otros “expertos”, que corroboran que el tema de la piña no es un mito. Es un hecho probado, tanto como puede serlo algo tan subjetivo como los olores corporales. El perejil, pese a ser un alimento tan anodino, también tiene propiedades refrescantes.

En 2010, The Atlantic publicó una larga historia en la que se relataba cómo la escritora Scarlett Lindeman quedó perpleja cuando en el gimnasio empezó a notar un olor que le recordaba vagamente al de los gofres. Más tarde descubriría que la culpable era la alholva, una especia muy utilizada en la cocina india, pero que también se usa en la elaboración del sucedáneo del jarabe de arce. Si bien a ella el olor le parecía tremendamente empalagoso e intenso, muchos de sus lectores afirmaban consumir alholva a propósito porque les gustaba oler como la cocina de un IHOP (una cadena estadounidense de restaurantes). A veces las cosas no son tan sencillas como tratar de imitar el aroma de un plato, ya que la procesadora química que es nuestro aparato digestivo puede hacer de las suyas.

En conclusión, es cierto: somos lo que comemos. Así que aquellos que apesten, ya saben cómo solucionarlo.
Fuente: VICE.com