Los últimos años han visto un enorme aumento de la presencia mediática y social del llamado arte urbano. Para los que llevamos más de dos décadas implicados en el fenómeno resulta extraño encontrarnos respondiendo entrevistas sobre asuntos que antes era conveniente ocultar para evitar problemas, tanto legales como sobre todo de aceptación social.
Algunos andamos incluso escribiendo artículos, impartiendo conferencias o hasta asignaturas universitarias sobre el tema, como la que dirijo desde hace cuatro años en la facultad de Bellas Artes de Aranjuez. Sin embargo, esta receptividad hacia el arte de calle es más bien superficial. Se traduce sobre todo en la adopción de ciertas estéticas por parte de la siempre insaciable publicidad, en la celebración de espectáculos y festivales que domestican el asunto y le privan de su esencia, y en la publicación de infinidad de libros atiborrados de imágenes pero dramáticamente faltos de textos analíticos que pudieran servir para entender de qué estamos hablando en realidad.
El término arte urbano funciona como un cajón de sastre que reune corrientes de actuación muy diferentes en origen, forma e intención. Desde el juego competitivo y sectario del graffiti hasta formas de arte abiertas al público general, desde artistas centrados en la propagación de una identidad gráfica –una suerte de versión para todos los públicos del graffiti– hasta artistas que trabajan a partir de contextos concretos, como el madrileño SpY o el sueco Akay, pasando por distintas formas de activismo vinculadas a menudo al culture jamming.
El punto común de estas diferentes corrientes se encuentra en que ocurren en el espacio público y por iniciativa exclusiva del artista, sin el control de ninguna institución. La adopción de esta metodología supone ventajas e inconvenientes: por un lado implica renunciar a los presupuestos del arte público y a operar en la ilegalidad, que conlleva persecución y precariedad. Pero, por otro, permite actuar de forma inmediata, sin esperas burocráticas, y contar lo que se quiera, sin filtros ni censuras.
La libertad en cuanto a los contenidos es una de las grandes ventajas del arte urbano. Se habla a menudo de él como de una manifestación real de la libertad de expresión, en una época en que la expresión en el espacio público está monopolizada por la comunicación comercial. Aunque lo cierto es que esta libertad no se explota tanto como cabría esperar, y el contenido de buena parte del arte de calle no va más allá de la autopromoción y el caramelo visual. Esto no hace sino invitar a ese consumo rápido y superficial del arte urbano que, como decía, es norma.
Pero no todo es así. Como en toda forma de arte, más allá del pelotón existen propuestas sensibles, inteligentes, comprometidas y bien articuladas, capaces de emocionarnos, de hacernos reír, llorar y pensar. Artistas gráficos como MOMO, 3ttman, Eltono, Blu o Dan Witz, artistas contextuales como Adams, Brad Downey o Les Frères Ripoulain, activistas como los Space Hijackers o incluso artistas del graffiti como Alexey Klyuykov, son ejemplos de que el arte urbano llega mucho más allá.
Algunos andamos incluso escribiendo artículos, impartiendo conferencias o hasta asignaturas universitarias sobre el tema, como la que dirijo desde hace cuatro años en la facultad de Bellas Artes de Aranjuez. Sin embargo, esta receptividad hacia el arte de calle es más bien superficial. Se traduce sobre todo en la adopción de ciertas estéticas por parte de la siempre insaciable publicidad, en la celebración de espectáculos y festivales que domestican el asunto y le privan de su esencia, y en la publicación de infinidad de libros atiborrados de imágenes pero dramáticamente faltos de textos analíticos que pudieran servir para entender de qué estamos hablando en realidad.
El término arte urbano funciona como un cajón de sastre que reune corrientes de actuación muy diferentes en origen, forma e intención. Desde el juego competitivo y sectario del graffiti hasta formas de arte abiertas al público general, desde artistas centrados en la propagación de una identidad gráfica –una suerte de versión para todos los públicos del graffiti– hasta artistas que trabajan a partir de contextos concretos, como el madrileño SpY o el sueco Akay, pasando por distintas formas de activismo vinculadas a menudo al culture jamming.
El punto común de estas diferentes corrientes se encuentra en que ocurren en el espacio público y por iniciativa exclusiva del artista, sin el control de ninguna institución. La adopción de esta metodología supone ventajas e inconvenientes: por un lado implica renunciar a los presupuestos del arte público y a operar en la ilegalidad, que conlleva persecución y precariedad. Pero, por otro, permite actuar de forma inmediata, sin esperas burocráticas, y contar lo que se quiera, sin filtros ni censuras.
La libertad en cuanto a los contenidos es una de las grandes ventajas del arte urbano. Se habla a menudo de él como de una manifestación real de la libertad de expresión, en una época en que la expresión en el espacio público está monopolizada por la comunicación comercial. Aunque lo cierto es que esta libertad no se explota tanto como cabría esperar, y el contenido de buena parte del arte de calle no va más allá de la autopromoción y el caramelo visual. Esto no hace sino invitar a ese consumo rápido y superficial del arte urbano que, como decía, es norma.
Pero no todo es así. Como en toda forma de arte, más allá del pelotón existen propuestas sensibles, inteligentes, comprometidas y bien articuladas, capaces de emocionarnos, de hacernos reír, llorar y pensar. Artistas gráficos como MOMO, 3ttman, Eltono, Blu o Dan Witz, artistas contextuales como Adams, Brad Downey o Les Frères Ripoulain, activistas como los Space Hijackers o incluso artistas del graffiti como Alexey Klyuykov, son ejemplos de que el arte urbano llega mucho más allá.
Foto : www.tagoartwork.com
Fuente : www.urbanario.es